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Mi amigo eterno

Hacía mucho que no iba por los coloridos barrios empinados, plagados de bolsas de basura, perros callejeros, gentes cálidas, sencillas y jóvenes atracadores adictos al pegante, del sur de Bogotá. Antes de la pandemia estuve con un grupo de ingenieros en Altos de Cazucá, una invasión en las montañas, haciendo el reconocimiento pertinente antes de instalar el alcantarillado (yo era novia de uno de ellos). Hace siete años, antes de que mi amigo judío Steven se desangrara bajo el cuchillo del ladrón que le robó la bicicleta, lo acompañaba a Ciudad Bolívar donde él dirigía las obras de la Casa Wounnan: un espacio que estaba habilitando para los desplazados de esta etnia que habían llegado de la selva a la nevera de ladrillo que es la capital huyendo de la violencia de la guerrilla y de los paramilitares. 
 
Esa mañana yo estaba invitada a compartir unas horas con los jóvenes estudiantes del Colegio Distrital Juana Escobar. 
 
—Son 75 niños y niñas de entre 4 y 6 años —me había informado Yenny, su profesora, una joven lectora que tiene todos nuestros libros y que nos sigue desde hace años en redes. 
 
Mantener la atención de un público de estas características es todo un reto. Sin embargo, confié en que la magia nos acompañaría, como siempre.  
Mi amigo eterno
El hermano de Yenny fue a recogerme. Cuando bajé del carro el espacio se sintió familiar. El colegio quedaba al cabo de una cuesta en una calle igualita a la de la Casa Wounnan: ancha y destartalada, con casas salpicadas a los lados, algunos pedazos de tierra sin construir y huecos en el asfalto. Igual que El Rey León desde su atalaya, en mitad de la calle desierta, mis ojos dominaban el valle. A mis pies se extendía la ciudad, gris, inmensa.
 
Mis ojos se llenaron de lágrimas.
 
—Ahora le tomo los datos para hacer el registro —indicó la joven vigilante encargada de la puerta.
 
La emoción se mantuvo durante todo el tiempo que las profes estuvieron organizando la sala con los pequeños. Apostada en uno de los salones para que los destinatarios de la visita aún no me vieran, mis pies se desplazaban entre sillitas de colores, mis dedos acariciaban los pupitres diminutos, mis ojos vagaban por el espacio y se dirigían al ventanal desde el que podía ver a los niños que llegaban, las aulas, los murales en la pared, el suelo de cemento.
 
Aquel espacio me recordaba vagamente a mi colegio.
Con la voz quebrada dejé un par de mensajes de WhatsApp:
 
“No sé qué me pasa, estoy a punto de llorar. No sé si es que siento a Steven muy cerca o quizás es volver al sur, a la calidez de estas personas. Me siento muy conmovida. Y eso que aún no he entrado en la sala”.
 
Apenas asomé mi nariz por la puerta de hierro, recibí una entusiasta ovación. Los niños, pequeños como pulgas, me esperaban sentados en el suelo, sobre coloridas colchonetas. Las sonrientes profesoras me esperaban en pie, cámara en mano, apostadas en las esquinas. Las paredes eran amarillas como el sol. El tablero estaba cubierto de carteles de bienvenida. La mesa auxiliar sostenía nuestros libros, un ramo de flores…
 
Contra todo pronóstico, sí logré hablar.
 
—¡¡¡Buenos días, cachorros!!!
 
Les conté cómo había encontrado a Linda hace muchos años en una gasolinera, dónde quedaba España, cómo me había convertido en escritora…
 
—Dígame —mis ojos y mi sonrisa se dirigían hacia un participante que había levantado la mano. El niño se levantó, vino hasta la sillita roja desde la que me dirigía a mi auditorio y, tras hurgar en el bolsillo de su chaqueta deportiva, me entregó un paquete de galletas.
 
—Muchas gracias, mi amor. ¡Ahorita que acabemos me las como!, así no lleno de boronas a tus compañeros de acá adelante…
 
Desde la esquina derecha del fondo un niño levantaba insistentemente la mano. 
 
—¿Linda está bien? —fue su primer interrogante.  
 
Sus compañeros también participaban, si bien su presencia era tan notoria que acabé dirigiéndome a él cómo “Don Preguntón”.
 
—A ver Don Preguntón, dígame cómo se llama —interpelé cuando alzó el brazo por séptima vez. 
 
—Steven. 
 
Un breve silencio llenó la sala amarilla llena de vida. 
 
Pestañeé varias veces.
 
—¿Cómo dices que te llamas?
 
—Steven —repitió.
 
Miré desconcertada a las profesoras.
 
—Sí, ¡se llama Steven! —corroboraron.
 
—Ven para acá, por favor, acércate —le pedí. 
 
Un niño delgado, con cara de travieso abandonó el espacio entre sus compañeros y se dirigió hacia mí. Nos dimos un abrazo.  
 
Abrí la contratapa de “La vida es Linda” y le mostré la foto de su tocayo. 
 
—Él ya no está acá físicamente con nosotros pero gracias a él existe hoy este libro. Gracias a él yo soy escritora. Gracias a él estamos hoy acá —expliqué, agradecida. 
 
Mi amigo eterno me acompañó cuando me entregaban las flores y las cartas que los niños y niñas hicieron para Linda; cuando patografiaba los libros que doné para la biblioteca del colegio; cuando leía las líneas de tinta de un joven que, al enterarse de que una escritora visitaba su barrio, había corrido a que le revisara el libro que estaba escribiendo a mano en un cuaderno. También nos acompañó mientras comíamos envuelto con chocolate en los pupitres diminutos con las diez mujeres —profesoras, coordinadora, jefe de almacén, mujer del aseo y vigilante— que manejaban aquella institución. 
Mi amigo eterno
Mi amigo eterno
Mi amigo eterno
—Bueno, ¿y Steven qué? ¿Cómo así que no fue su novio? —aquellas mujeres querían saber el rol que aquel hombre había tenido en mi vida. 
 
Frente a ellas leí el capítulo correspondiente en mi biografía, “Mi norte es el sur”: El aguacero.
 
Con ojos brillantes y un fuerte abrazo nos despedimos. Los niños-pulga llevaban solos un buen rato, el rato que llevaban escuchándome. 
 
Para mi sorpresa, la vigilante también me dio un abrazo de osa.
 
—Al final no me registró —le dije, picándole el ojo. 
 
—Ya quedaste registrada —afirmó haciendo un gesto de amplitud con la mano. Quedaste registrada en estas paredes, en los niños y en mi corazón.
Mi amigo eterno
Mi amigo eterno

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