Finales
El triángulo rojo con el dibujo de un ciervo en pleno salto advirtiendo sobre el peligro de que uno invadiera la vía siempre me había parecido la más inútil de todo el repertorio de señales de tráfico español.
“Menudo optimismo”, pensaba con cierta sorna.
Podía contar con los dedos de una mano las veces en las que ciervos, corzos o gamos se habían cruzado en mi camino, siempre en lo más profundo del bosque o en alta montaña. En mis casi 48 años de recorridos en coche por la península ibérica, la única fauna en peligro fue una culebra a la que mi padre pasó por encima allá por los 80. A ella se unían algunos erizos, gatos, perros y pájaros aplastados contra el asfalto por conductores raudos. Por Galicia había escuchado del atropello de jabalíes pero, sin haber visto evidencias, aquello parecía una leyenda como la de las meigas. Ni siquiera los miles de insectos que quedaban pegados en el limpiaparabrisas del coche tras cada viaje de mi infancia surcan ya los cielos españoles.
Para mí esa señal de tráfico no significaba nada hasta ayer.
Atardecía. Las manchas pardas se distinguían a duras penas de la tierra yerma, llena de surcos para la siembra, aledaña a la carretera. Una familia de corzos salió en estampida cuando regresábamos a casa cargados con varias garrafas de aceite como colofón de una intensa semana de recolecta de aceituna con nuestras propias manos. Mi acompañante, el tío de una amiga, había tomado un par de vinos en el almuerzo y era yo quien manejaba la vieja Pick Up familiar.
Cruzaron justo delante de mí: dos hembras adultas. Frené imperceptiblemente… lo suficiente para saber que no había nada que hacer. La cría que iba la última impactó de lleno con el vehículo en pleno salto para alcanzar a sus predecesoras. Su ojo, enorme, me miró de reojo. Por suerte, murió en el acto. Su cuerpo de unos 20 a 25 kilos, igual que el de Linda, quedó tendido en el arcén.
—Menos mal que no has frenado en seco —me felicitó, de alguna manera, Toño. Es lo mejor que podías hacer, de otro modo podríamos habernos salido de la carretera, o incluso haber volcado.
Seguí manejando seria, con los ojos secos. Al poco comencé a sentir dolor en el corazón. Al igual que ocurrió hace dos semanas, cuando viví otro fuerte impacto emocional, la musculatura que lo envuelve se estaba encogiendo para protegerlo. Mantuve la postura y la compostura. En teoría había hecho lo correcto para el conjunto de usuarios de la vía pero, ¿no podía haber actuado mejor de modo que el pequeño hubiera alcanzado el otro lado? Si hubiera frenado apenas vi el primer corzo sobre el asfalto quizás el ultimo hubiera alcanzado a pasar. Si hubiera conocido mejor el vehículo o si este no se hubiera sentido tan pesado, quizás habría reaccionado diferente. Si, si, si… Las mismas hipótesis de hace dos semanas, cuando mi pareja concluyó que necesitaba salir de la relación para desarrollarse y me puso en conocimiento de que se sentía atraída por otra persona.
Los dos impactos parecían estar, de alguna manera, relacionados. Mi mente voló por un momento al otro lado del Atlántico… ¿Cuál sería el significado espiritual de ese encuentro con un corzo para los pueblos indígenas colombianos? ¿El atropello marcaba de manera brutal y extremadamente gráfica el fin de una etapa y nacimiento de una nueva?
Cuando mi cabeza tocó la almohada y me quedé a solas con el bebé ciervo, las lágrimas rodaron por mis mejillas. En esta noche insomne, igual que hace dos semanas, el sonido del golpe aún retumba en mi cabeza. Aún veo el ojo, enorme, mirándome de reojo y el cuerpo inerte por el retrovisor.
Los finales abruptos sacuden tu ser y te dejan sin aliento. Los finales abruptos despiertan la culpa y, una vez logramos darle esquinazo, traen enseñanzas que pueden tornarse en valiosos aprendizajes. El primero: comprender que en ambos casos todos, incluido el corzo, hicimos lo mejor que pudimos y supimos. El segundo: elevar el nivel de atención y cuidado sobre mí misma y sobre mi entorno. El tercero: entender —y lo más difícil, aceptar— que lo que ocurre siempre es perfecto. En estos momentos en que estoy considerando hacerme con un coche, quizás el mensaje de la cría que murió estampada contra el parachoques a 90 km/h es que compre o alquile uno recio. Con uno como el que usaba hasta hace poco, el desenlace para el vehículo y para los humanos a bordo seguramente hubiera sido diferente. Quizás su misión era prepararme para manejar en terrenos con alta densidad de animales: hoy, el norte de España. Mañana, África o América.
En la pista hacia casa nos cruzamos con cuatro zorros. Todos se apartaron con el rugido del motor y la luz del único faro que quedó operativo y se escabulleron a los lados de la carretera. Cuando todo se tambalea siempre hay anclajes —amigos; familia; estados mentales de paz, comprensión y también de fuerza— que ayudan a conectar con la realidad: la realidad de que estoy a salvo y que, aunque a veces no lo parezca, todo está bien. Hoy mi estómago y mi corazón vuelven a estar agitados, pesados, encogidos. Hoy sé mejor que nunca antes que depende de mí volver a sonreír y utilizar estas experiencias para crecer.
A la familia de corzos le falta un miembro. Quizás volvieron a buscarlo y se quedaron un tiempo junto al cuerpo, aún caliente, esperando que volviera a saltar con ellos. Quizás siguieron en estampida sin casi mirar atrás. La realidad es que, al igual que la fue la mía hasta hace dos semanas, esa familia de corzos tendrá que reestructurarse. Y lo hará… es ley de vida.
—Bajará la zorra y se comerá los restos. Esto es un círculo, querida.
Ni la voz ni la postura de mi copiloto traslucía la mínima incomodidad, reproche o acritud. Me sentí agradecida por el cariño y la confianza después de tal suceso, aunque en ese momento no esté tan segura de merecerlos.
—Espero que no atropellen a la zorra también— respondí en un susurro, con la culpa aún colgada del cuello. Menos mal que el cuerpo quedó en el arcén, espero que lo arrastre fuera de la carretera.
El sonido del golpe sigue retumbando en mi cabeza igual que el dolor de la separación aún retumba en mi corazón. Aún así, y aunque a veces no lo parezca, todo está bien. Voy explorando la capacidad de hacerme cargo de mis emociones en lugar de revolcarme, ahogarme, fundirme en ellas, de evadirlas o de pretender que sea otro o algo de ahí afuera quien garantice mi bienestar y mi paz mental. Salta alto, pequeño corzo. Te prometo que la señal de «animales en la vía» será para mí un recordatorio de mi inocencia y de mi determinación de revisar lo que no me funciona para poder transformarlo y dar lo mejor de mí para mí y para quienes me rodean.
Querida Yamila,
Me quito el sombrero por la valentía y la ternura que tiene este artículo.
Lo que tu describes como un final yo lo veo como un revisarse como estáis y volver a la relación más fuertes y seguros de vuestro amor. Puedes cambiar de opinión y ver lo que la vida te está regalando con esto.
Gracias por esos adjetivos tan bellos, Olga. Aunque los llevo siempre conmigo, reconocerlos me va como anillo al dedo en esta nueva etapa.
Mi Yami querida, algunas veces la vida nos da una sacudida para que despertemos y aprendamos algo que quizá nos negamos a ver. Me gusta que compartas tu sentir, porque muchos nos encontramos en la misma situación y esto nos ayuda a expresar también e ir soltando. Un abrazo 😚
Sí. Esto está siendo un darme cuenta y aprender, una oportunidad de cambio, tanto exterior como interior, por los que me siento muy agradecida. Escribir ayuda a digerir, expresar y transmutar. Me alegra que mi ejercicio pueda ser de utilidad a otros, como tú, para hacer lo mismo. Un abrazo, Yenny
Un cordial saludo. Un artículo excelente. Comprendo que en la vida todo es perfecto. Sin embargo, cuando vemos los obstáculos como poder transformador y empezamos a reconstruir nuestro ser desde adentro, sé vaticina un mañana mejor. Gracias,
Isaac y María.
Gracias a ti, amiga. Así lo siento en mis momentos de mayor conexión y lucidez. ¡Un gran abrazo!
Maravilloso mantra el que reza Dña Yamila: “ revisar lo que no me funciona para poder transformarlo y dar lo mejor de mí para mí y para quienes me rodean.”
¡Todo es lo que es! ¡Tosido está cómo está!
Auto observación, Autoliderazgo y Autoconfianza.
Un cordial saludo ecuestre.
El mantra es maravilloso, y gracias a ti y a la manada estoy poniéndolo en práctica. ¡Gracias!
Mmm… pocos entenderán lo contundente del impacto en tu ser, del pequeñin muerto. Yo leyendolo, lloré.
Con el paso de los días ya no retumba en mí el ruido del impacto salvo que lo recuerde expresamente, pero la imagen del perfil y del ojo del pequeño sigue apareciendo con frecuencia… El horror lo he transmutado en amor. En estos días he visto más corzos en la pista donde también hay zorros y seguramente jabalíes. Siempre están fuera de la vía, pero se quedan quietos el tiempo suficiente para poder observarlos. Siento mucha gratitud de poder verlos en su entorno y de poder conocer otros congéneres, compañeros de ese pequeñín.
¡Hermoso texto, dulce Yamila! Como dijo el poeta Baudelaire hablando de París «me diste cieno y lo transformé en oro». Te he pensado mucho cada vez que miro las noticias de la tragedia en Gaza, y sé que también hay dolor en tu corazón, pero lo vuelves amor puro. Va un abrazo desde la tierra de Linda Guacharaca…
Gracias, Celso, tu comentario es un poema en sí lleno de calidez y reconocimiento. Un abrazo desde el continente de Baudelaire hasta la tierrita de Linda Guacharaca