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Buitres y cambio

Un pálido sol de invierno asoma entre las montañas. La mujer que hace el aseo semanal en casa de mi amigo Víctor está a punto de llegar, por lo que lo mejor es llevarse a Linda bien lejos para que pueda hacer su trabajo.

Las hoces del río Duratón es el destino que despunta en mi cabeza.

Linda, Sandra y yo cogemos el coche de Víctor, el modelo más básico, que casi parece de juguete, de Peugeot.

De un campo salpicado de briznas de hierba, lleno de surcos que esperan la siembra, aparecen tres corzos adultos a la carrera. Exactamente la misma escena que hace dos semanas y, a la vez, completamente diferente: es mediodía, con una visibilidad perfecta. Desde muchos metros de distancia reduzco la velocidad. Los tres cruzan sanos y salvos ante nuestros ojos y se pierden entre los pinos del bosque al otro lado de la carretera comarcal segoviana por la que circulábamos a escasa velocidad.  

Minutos después alcanzamos nuestro destino. Al cabo de la senda, al borde del acantilado, los buitres planean a tan escasa distancia que a su paso a nuestro lado escuchamos un zumbido similar al de un dron, o más bien al de un aeroplano de escasas dimensiones.

Linda, quien aborrece los drones, esconde la cola peluda entre las patas y corre a buscar cobijo bajo los enebros. Recuerdo mi viaje a Bolivia, donde había ido a dar clase recién doctorada. Había subido una montaña de madrugada para ver los nidos de cóndor a nuestros pies. Mi guía acompañante me había ofrecido hojas de coca para mascar. Gracias a ellas llegué a la cumbre fresca como una lechuga para descubrir que una densa nube gris impedía cualquier visión.

Me siento a pocos metros del abismo bajo un cielo azul completamente despejado.

—Venga para acá, delincuente.

Es tan fácil ver los miedos en otros y darse cuenta de que, pese a lo que creen y ven, la realidad es que están a salvo… Lamentablemente no siempre funciona con uno mismo.

Tras un rato de observación silenciosa, me giro. Sandra, la persona que me acompaña desde Colombia, tiene lágrimas en los ojos. A la emoción de conectar, a través los buitres ibéricos, con el espíritu del cóndor andino, se une la de vivir un momento íntimo con sus dos divas literarias, la humana y la canina.

Me pide un abrazo.

Por mi parte, rodeada de aquellas criaturas aladas entiendo qué me ha llevado hasta allá aquella mañana. Una vez más, los animales: mis maestros, mis terapeutas, mis inspiradores, quienes escriben en silencio la historia de mi vida.

De camino a la ermita, en lo alto de los riscos, nos cruzamos con dos parejas jóvenes. Una camina de la mano. Evoco el tacto suave y áspero de su mano entrelazada con la mía. Los otros se graban mutuamente y toman selfies. Se besan al borde del acantilado. Recuerdo las veces que hicimos lo mismo en diferentes paisajes de la costa asturiana, catalana, valenciana, granadina… Una parte de mí llora en silencio. La otra se sube a una peña y contempla los buitres en el horizonte. “Nada de eso es real ahora”. También pasa una pareja de jubilados. Recuerdo nuestro plan de envejecer juntos…

—Es mayor —comenta el hombre al divisar a Linda, varios metros por detrás, quien nos sigue rezongando, con las orejas pegadas a la cabeza.

Acogidas por las ruinas de la ermita, disfrutamos del profundo silencio solo roto por el planear sobre nuestras cabezas y por los graznidos de las parejas de buitres cuando un tercero trata de posarse en su nido. Con picos, alas y garras, lo expulsan sin miramientos.

“Mira, eso no me pasó a mí”, pienso, como si mi vida fuera un documental de fauna silvestre.

Recuerdo las golondrinas.

—Nosotros somos como ellas —le había dicho una primavera en Valencia, señalando las avecillas recién llegadas de África. Van siempre juntas, aunque vuelen a cierta distancia nunca se pierden de vista y se emparejan para toda la vida.

Hay realidades que he tratado de esquivar hasta que la vida te las pone de frente de manera grosera: «lo único constante es el cambio», es una de ellas.  

—Me vendría bien si me pudieras pagar el envío de tus libros a Valencia —me había escrito antes de llegar a las hoces por WhatsApp.

—Dime lo que es y te lo mando.

Buitres

Descalza pese al frío punzante que sube de las piedras y del pasto mojado en el mes de diciembre, me siento sobre una piedra. El contacto con la tierra me revivifica. El cuerpo de Linda, dorado, cálido, está en contacto con mi tobillo. “Cómo la voy a extrañar cuando se vaya”. Mi compañera que me entiende con una sola mirada, la misma perra que hace 11 años y a la vez, diferente.

De regreso al coche los buitres planean sobre nosotras tan cerca que puedo distinguir su ojo negro mirando en varias direcciones y seguir el movimiento de su cuello enmarcado por un collar de plumas blancas. Recuerdo las estrategias de caza del cóndor andino que me contaba el guía: picar los ojos de los terneros para que se despeñen o levantar uno por los aires para dejarlo caer desde varios metros de altura contra el piso.

Con cierto nerviosismo llego a pensar que Linda podría ser la presa:

—Espere, delincuente, no se aleje tanto.

Los símbolos de la transformación, de la conversión de la muerte en vida, tapan el sol con sus alas. Y entonces ocurre algo totalmente inesperado: como si de un despliegue alado orquestado para nosotras se tratara, cuando nos despedimos de las hoces del río Duratón, ni un solo buitre surca el cielo.

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